viernes, 3 de septiembre de 2021

Alejandra Pizarnik

 

“Ese espejo me recuerda mi desventura:

somos dos y no una sola persona.”

Silvina Ocampo.




Esta revisión por la obra de escritoras que decidieron terminar con su vida la encabeza la poeta Pizarnik. Su mixtura de talento y autodestrucción en lucha constante terminó por dominar la pugna con el trance final. Alejandra Flora Pizarnik nace el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, Argentina, poeta, periodista, dramaturga, traductora, identificada con el surrealismo; hija de padres judío-rusos que salen de Europa tras el azote de la Segunda Guerra Mundial. La migración fue tan urgente, que cuando se instalaron en el continente americano no hablaban español, sin embargo, la familia florece.

     Con toda esta historia de supervivencia de los padres, Alejandra se acerca al tema de la muerte, su desencanto se alimenta de lo sucedido por las prácticas políticas represivas de Hitler y Stalin, por ellas perdió buen número de familiares que no lograron salir de Europa, dolor que será parte de su sobrecarga existencial.

    También se suman la falta de claridad en su sexualidad, su imposibilidad para conectarse con la vida son parte de los quebrantos con los que forma su destino, desde muy joven asiste a terapias de psicoanálisis para aliviarse. Cuando Alejandra termina los estudios de bachillerato su autoestima se construye con deficiencias, se siente fea, se viste con estilo masculino, tiene sobrepeso, acné, pero ante ello sus habilidades para las letras le van formando un reconocimiento, representan un ancla, apta para dominar a sus demonios por algunos años, ya en esta etapa temprana de su vida las anfetaminas para el control de peso, barbitúricos y somníferos son parte del apoyo, el dolor de la existencia la agobia sin tregua. De hecho, a pesar de sus amplias relaciones con grupos intelectuales de la época, ella afirmaría: “No soy de este mundo”.

    Gracias a su talento hizo una carrera en el mundo del periodismo debido a contribuciones para importantes revistas latinoamericanas, como: Sur; Zona Franca; La Nación; Revista Nacional de Cultura; La Gaceta; La Estafeta Literaria, etc. Realizó entrevistas a grandes intelectuales como: Simone de Beauvior, Margarite Duras. Su variado trabajo literario que va de los géneros periodísticos, la traducción, el teatro y la poesía, refugio en el que instala un listado recurrente de símbolos que la representan: la infancia, la noche, el viento, la melancolía, la muerte, y el espejo, este último en concreto es la confesión de ella reflejada y constante en su trabajo, como se ve en el poema “Árbol de Diana”:

El poema que no digo,

el que no merezco.

Miedo de ser dos

camino del espejo:

alguien en mí dormido

me come y me bebe.[1]

 

     En su escrito titulado La condesa sangrienta desentraña obsesiones de la aristócrata Erzsébet Báthory que asesino a cientos de jóvenes, sin embargo, como en la poesía, también en la prosa es posible reconocerle, un momento es cuando comenta: “Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto, nada pasa allí, nadie pasa”[2] a medida que se estudia su trabajo queda anulada la sutileza, ella se instala frente a su espejo y se desnuda para después confesarse por medio de la escritura, y así declaró:

Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua que cae de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya la farsa que todos tenemos que representar[3]

     Después de dos intentos de suicidio los últimos años de su vida estuvieron marcados por serias crisis depresivas. Pasó sus últimos meses internada en un centro psiquiátrico de Buenos Aires, sale con permiso un fin de semana, el mismo del 25 de septiembre de 1972 cuando se prepara para que la tercera vez sea la efectiva. Con una sobredosis de secobarbital muere a los 36 años en su departamento, dejando unos últimos versos, donde reafirma: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”.

     Posterior a su muerte, sus amigas se dedican a resguardar los escritos diseminados, ellas concuerdan en sacarlos del país, pues la convulsa época de los setenta en Argentina alerta para que no permanezcan ahí, así es como un tiempo Julio Cortázar los resguarda, para más tarde nombrar albacea a su amiga Ana Becciu.

    Patricia Venti, una de las biógrafas más centradas en la revisión de su trabajo y su vida, muchas veces vueltos uno solo, dice: “Pizarnik gestó su identidad desde un sentimiento de excepcionalidad, y creer que estaba predestinada a ser una gran escritora le sirvió para justificar su fracaso en la vida personal”[4]. Todo su trabajo señala tormento, pérdida de gusto, cansancio existencial. En un trabajo sobre narcisismo y suicidio recién publicado en el año 2000 se analiza:

La melancolía sería la desintegración del narcisismo psíquico, y al ocurrir esto surge el rechazo de la persona física: la autodestrucción somática, estaríamos frente a la psicosis persecutoria sin proyección […] La modalidad de separar el self mental del corporal y mediante esta escisión mente-cuerpo se niega, proyecta, e idealiza. Las consecuencias son variadas: delirios e ilusiones somáticos, fenómeno fantasma, postura catatónica, hipocondría maligna, trastornos psicofisiológicos, despersonalización, nihilismo corporal, automutilaciones, suicidio”[5]

   Mucho se puede decir de la forma como decidió dejar de vivir, tal vez sólo sea oportuno la reiteración del tema para tratar de influir en las nuevas generaciones y alertar sobre esta lamentable determinación. Sin duda, el legado que dejó es amplio y diverso, con toda su poderosa escritura su partida nos provoca un ansia por imaginar, ¿Y qué otros confines hubiera analizado y compartido?

 



[1] Alejandra Pizarnik, Árbol de Diana, Ediciones El Salvaje Refinado, Delaware, 2003. p. 7

[2] Alejandra Pizarnik, Prosa completa, Lumen, Barcelona, 2001. p. 290

[3] Ibíd. p. 291

[4] Patricia Venti, La escritura invisible: el discurso autobiográfico en Alejandra Pizarnik, Anthropos, Barcelona, 2018. p. 55

[5] Hernán Solís Garza, Los que se creen dioses: Estudios sobre el narcisismo, Plaza y Valdez, México, 2000. P. 23. 



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