“Ese espejo me recuerda mi
desventura:
somos dos y no una sola persona.”
Silvina Ocampo.
Esta
revisión por la obra de escritoras que decidieron terminar con su vida la encabeza
la poeta Pizarnik. Su mixtura de talento y autodestrucción en lucha constante
terminó por dominar la pugna con el trance final. Alejandra Flora Pizarnik nace
el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, Argentina, poeta, periodista, dramaturga,
traductora, identificada con el surrealismo; hija de padres judío-rusos que
salen de Europa tras el azote de la Segunda Guerra Mundial. La migración fue
tan urgente, que cuando se instalaron en el continente americano no hablaban español,
sin embargo, la familia florece.
Con toda esta historia de supervivencia de
los padres, Alejandra se acerca al tema de la muerte, su desencanto se alimenta
de lo sucedido por las prácticas políticas represivas de Hitler y Stalin, por
ellas perdió buen número de familiares que no lograron salir de Europa, dolor
que será parte de su sobrecarga existencial.
También
se suman la falta de claridad en su sexualidad, su imposibilidad para
conectarse con la vida son parte de los quebrantos con los que forma su destino,
desde muy joven asiste a terapias de psicoanálisis para aliviarse. Cuando Alejandra
termina los estudios de bachillerato su autoestima se construye con
deficiencias, se siente fea, se viste con estilo masculino, tiene sobrepeso, acné,
pero ante ello sus habilidades para las letras le van formando un reconocimiento,
representan un ancla, apta para dominar a sus demonios por algunos años, ya en
esta etapa temprana de su vida las anfetaminas para el control de peso,
barbitúricos y somníferos son parte del apoyo, el dolor de la existencia la agobia sin
tregua. De hecho, a pesar de sus amplias relaciones con grupos intelectuales de
la época, ella afirmaría: “No soy de este mundo”.
Gracias a su talento hizo una carrera en el
mundo del periodismo debido a contribuciones para importantes revistas
latinoamericanas, como: Sur; Zona Franca; La Nación; Revista Nacional de
Cultura; La Gaceta; La Estafeta Literaria, etc. Realizó entrevistas a grandes
intelectuales como: Simone de Beauvior, Margarite Duras. Su variado trabajo
literario que va de los géneros periodísticos, la traducción, el teatro y la
poesía, refugio en el que instala un listado recurrente de símbolos que la representan:
la infancia, la noche, el viento, la melancolía, la muerte, y el espejo, este
último en concreto es la confesión de ella reflejada y constante en su trabajo, como se ve en el poema “Árbol de Diana”:
El poema que no digo,
el que no merezco.
Miedo de ser dos
camino del espejo:
alguien en mí dormido
me come y me bebe.[1]
En su escrito titulado La condesa
sangrienta desentraña obsesiones de la aristócrata Erzsébet Báthory que
asesino a cientos de jóvenes, sin embargo, como en la poesía, también en la prosa es posible reconocerle, un momento es cuando comenta: “Un color
invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto,
nada pasa allí, nadie pasa”[2] a medida que se estudia su
trabajo queda anulada la sutileza, ella se instala frente a su espejo y se desnuda para después confesarse por medio de la escritura, y así declaró:
Creo
que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado.
Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro
hay una lentitud exhausta de gota de agua que cae de tanto en tanto. De allí
que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo
e irreal y constituya la farsa que todos tenemos que representar[3]
Después de dos intentos de suicidio los
últimos años de su vida estuvieron marcados por serias crisis depresivas. Pasó
sus últimos meses internada en un centro psiquiátrico de Buenos Aires, sale con
permiso un fin de semana, el mismo del 25 de septiembre de 1972 cuando se
prepara para que la tercera vez sea la efectiva. Con una sobredosis de secobarbital
muere a los 36 años en su departamento, dejando unos últimos versos, donde reafirma:
“No quiero ir nada más que hasta el fondo”.
Posterior a su muerte, sus amigas se
dedican a resguardar los escritos diseminados, ellas concuerdan en sacarlos del
país, pues la convulsa época de los setenta en Argentina alerta para que no
permanezcan ahí, así es como un tiempo Julio Cortázar los resguarda, para más
tarde nombrar albacea a su amiga Ana Becciu.
Patricia Venti, una de las biógrafas más
centradas en la revisión de su trabajo y su vida, muchas veces vueltos uno solo,
dice: “Pizarnik gestó su identidad desde un sentimiento de excepcionalidad, y
creer que estaba predestinada a ser una gran escritora le sirvió para
justificar su fracaso en la vida personal”[4]. Todo su trabajo señala tormento,
pérdida de gusto, cansancio existencial. En un trabajo sobre narcisismo y
suicidio recién publicado en el año 2000 se analiza:
La
melancolía sería la desintegración del narcisismo psíquico, y al ocurrir esto surge
el rechazo de la persona física: la autodestrucción somática, estaríamos frente
a la psicosis persecutoria sin proyección […] La modalidad de separar el self
mental del corporal y mediante esta escisión mente-cuerpo se niega, proyecta, e
idealiza. Las consecuencias son variadas: delirios e ilusiones somáticos,
fenómeno fantasma, postura catatónica, hipocondría maligna, trastornos
psicofisiológicos, despersonalización, nihilismo corporal, automutilaciones,
suicidio”[5]
Mucho se puede decir de la forma
como decidió dejar de vivir, tal vez sólo sea oportuno la reiteración del tema
para tratar de influir en las nuevas generaciones y alertar sobre esta lamentable
determinación. Sin duda, el legado que dejó es amplio y diverso, con toda su
poderosa escritura su partida nos provoca un ansia por imaginar, ¿Y qué otros
confines hubiera analizado y compartido?
[1] Alejandra Pizarnik, Árbol de
Diana, Ediciones El Salvaje Refinado, Delaware, 2003. p. 7
[2] Alejandra Pizarnik, Prosa completa,
Lumen, Barcelona, 2001. p. 290
[3] Ibíd. p. 291
[4] Patricia Venti, La escritura
invisible: el discurso autobiográfico en Alejandra Pizarnik, Anthropos,
Barcelona, 2018. p. 55
[5] Hernán Solís Garza, Los que se creen dioses: Estudios sobre el narcisismo, Plaza y Valdez, México, 2000. P. 23.
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